Estás en lo mejor del año que son esos días de descanso. Vacaciones, ¿no? Venga, un respirito. Y con la promesa reverberando en tus labios, el mar te cubre. Ya solo eres un cuerpo que flota en la inmensidad ingrávida donde no eres mucho más grande, ni más significativa, que una gota.
Llevas esperando por esta semana once meses. Los de calor asfixiante, los de frío imposible y también los de temperaturas que ni chicha ni limoná. En las últimas semanas solo has pensado en tus pies dando pasos en la arena y en el olor a sal húmeda instalándose en tu nariz.
Eres de las que creen que el remedio para un mal año empieza con el gesto de extender la toalla, embadurnarte de crema con olor a infancia y estrenar bikini o llevar uno viejo, eso ya no te importa. Tampoco te importa si el agua está cristalina o algo turbia, si te acompaña el silencio o un estruendo popular. A ver, que si pudieses… pero hace un tiempo que elegiste no elegir.
El momento tiene que ser feliz porque para eso son las vacaciones. Una obligación que hace que te arrepientas de haber metido en la bolsa una novela -extraordinariamente escrita y bien documentada- sobre lo que ocurrió con las mujeres en la guerra de Bosnia de los años 90. Es decir, antes de ayer. Pero aun puedes arreglarlo si retiras la mirada del libro, de lo que pasa en el mundo y de tu propia vida. Estos días del año son para la ignorancia. Te mereces esa inconsciencia, claro que sí, te la has ganado.
La primera ola que quiere hacerte cosquillas en el tobillo te da una fría bienvenida. Sigues pasando por alto la información que tus nervios llevan hasta el cerebro porque nada puede apartarte de lo que estás buscando. No lo hace el siguiente mordisco al llegar a la barriga, ni la ola que rompe contra el malecón de lo que un día fue una cintura de avispa.
Solo es frío y humedad, piensas. Y sigues adelante. Sigues hasta el punto en el que no piensas, no sientes y no pesas ni tú, ni la carne que ahora esconde tu cintura, ni ninguna de tus penas.
A los litros que te rodean les dejas que carguen con lo que se te ha acumulado en los hombros desde la última vez que te envolvieron. El gramo de silencio de un día, el otro del siguiente. Un puñadito de malas caras. Cuarto y mitad de peticiones en mayúsculas que debes tener listas para ayer. Ese desierto de noes que atraviesas mientras tú sigues diciendo siempre que sí. La losa de la esperanza porque… ¿de verdad es lo último que se pierde? Así se ha acumulado el exceso de equipaje que encorva hoy tu espalda y alimenta la chepa que llevas en el alma.
Pero estás en lo mejor del año que son esos días de descanso. Vacaciones, ¿no? Venga, un respirito. Y con la promesa reverberando en tus labios, el mar te cubre. Ya solo eres un cuerpo que flota en la inmensidad ingrávida donde no eres mucho más grande, ni más significativa, que una gota.
Bajo el agua, no puedes respirar porque tu sistema respiratorio es incapaz de absorber el oxígeno disuelto en líquido. Te faltan las branquias que sí tienen los peces, careces de la magia que sí manejan las sirenas. Y, sin embargo, durante los 20 segundos en los que no entra aire a tus pulmones tienes lo que ellos nunca tendrán: libertad. Porque a diferencia de los seres marinos, incluso de los mitológicos, tú sabes que en ocasiones solo es posible coger aire allí donde la teoría dice que, para ti, no hay oxígeno.
Coincido con el comentario anterior: vaya final! Me encanta. Has flotado en la metáfora para hacernos respirar bajo el agua.
Pffff. ¡Qué cierre!
Me dieron tantas ansias de estar echado sobre la arena frente al mar con un traje de baño viejo